Camino por el pasillo mientras la luz se escurre a través de los enormes ventanales, se hace de noche. Llega la calma, para algunos. Paso por delante de la estancia de mi gran amigo Miguel, aunque nosotros le llamamos Sapo, y él, por supuesto lo odia.
- Buenas noches Sapo. – No me responde, simplemente gruñe desde el otro lado de la puerta. Nunca ha sido muy amable.
Ya hemos llegado.
Me encierro en mi habitación otra noche más, soy incapaz de llevar la cuenta de cuánto tiempo he estado aquí metido pero tengo la sensación de haber pasado toda mi vida entre estas cuatro paredes. En mi habitación solo hay una cama y una lámpara roja en el suelo que ilumina insuficientemente la estancia. Todo está en perfecto silencio, todo, excepto yo, el estruendoso palpitar de mi corazón choca contra las cuatro paredes de la fría habitación y rebota hacía mis oídos, también respiro con dificultad, como si algo obstruyera mis pulmones. Todas las noches un inmenso desasosiego se apodera de mi cuerpo.
Bajo totalmente la persiana, odio que por las mañanas, al amanecer, la luz de sol se cuele en mi habitación y me hiera, con sus tibios rayos, los ojos. Así que, casi a oscuras y en silencio, me tumbo boca abajo en la cama, el colchón, duro como una piedra, se me clava en las costillas, escondido bajo las mantas, que hieden a mierda mezclada con naftalina, fijo la mirada sobre puerta “¿Se abrirá esta noche?” me pregunto.
Aún medio adormilado no aparto los ojos de la puerta, la miro amenazadoramente, no me voy a dejar amedrentar por ella, no, esta noche no. Pero un leve ruido de pasos hace que me sobresalte, veo por la ranura inferior de la puerta que alguien ha encendido la luz, veo, también, que dos pies se han parado justo delante de ella. Escucho su respiración ¿o es la mía que, sobresaltada ella, intenta advertirme del peligro? Tengo el corazón a punto de explotar en mis oídos, sus palpitaciones se han convertido en pequeñas explosiones nucleares; después del inmenso “boom” le sigue un insoportable “pii”. La habitación se ha quedado totalmente a oscuras, la luz que entra por debajo de la puerta me deslumbra y me daña los ojos, éstos comienzan a sangrar ¿o soy yo que está llorando? No, es un líquido rojo, así que es sangre. Pero no sucede nada, la puerta no se abre…
Los pies desaparecen y por la ranura de la puerta se cuela una pequeña hoja de papel cuadriculado, me levanto corriendo a cogerla, y en la pequeña hoja puede leerse, escrito con un trazo irregular y con tinta de color rojo, lo que llevo leyendo noche tras noche durante más de tres años: “Volveré mañana”. Se apaga la luz al otro lado de la puerta.
Vuelvo corriendo a la cama, y me tapo con las mantas. Hace mucho frío, pero, al menos hoy, no se abrirá la puerta.
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