Las piedras se clavan a través de la fina suela de mis zapatos. Piedrecitas pequeñas, afiladas como cuchillas, traicioneras. La noche ya se ha cerrado. Fría, violenta y dura, ella.
Miro hacia el este, cuatro pesarosas luces se me muestran envueltas en toda su languidez, es lo único que queda allá, a lo lejos, en la ciudad. Ahí abajo nada hay con vida, todo lo que aun se muestra no es más que puro reflejo de una vida pasada, de un día extinguido y de unas pasiones sofocadas.
Aquí, en cambio, todo no ha hecho más que empezar. El viento arrecia y me habla a través de muros de mármol y cobre. El silencio muere al sumergirse en pequeñas ondas sonoras, resquebrajadas y quejumbrosas. Incluso mis pasos, otrora inaudibles incluso para los más aptos, resuenan en lo más profundo de mí ser.
Siento dos jadeos, el más débil de ellos, el mío, ligero, despreocupado y monótono, el segundo, más pesado y profundo, cómo esa especie de suspiros que te son arrancados desde los deseos más íntimos y cavernosos, este segundo proviene de mi compañero y único amigo, Max, un pastor alemán de buen porte, trabajador, diligente y muy pensativo. Uno al lado del otro, caminamos. Uno al lado del otro, dos sombras en un mundo sin luz. Uno al lado del otro, guiados por la quintaesencia del deber.
Max se aparta de mí. Ha olido algo. Enciendo mi pequeña linterna y todo mi mundo se muestra en toda su macabra idealidad, pero no hay tiempo para pararse a contemplar, todavía queda mucho que hacer. Llego hasta donde se encuentra Max, él se gira, me mira y ladra.
- Vale, vale…ahora mismo la apago. – A Max no le gusta la luz de mi linterna, a Max no le gusta ninguna luz, será por eso por lo que sólo aparece de noche.
Apago la linterna y por unos instantes me hundo en una oscuridad más profunda que la de la noche, poco a poco mis ojos se adaptan a la falta de luz y consigo a duras penas diferenciar un bulto al lado de Max. Es hora de ponerse a trabajar. Deslizo las manos a través del bulto, por el tacto parece ser una bolsa de plástico, y encuentro un nudo mal hecho, lo deshago e introduzco mis dos manos dentro de la bolsa. Mis dedos desgarran el vacío de la bolsa y se topan con una superficie gelatinosa, está demasiado caliente, a Max no le va a gustar, aun y así lo saco de la bolsa y se lo ofrezco, Max responde abriendo la boca y lanzando un bufido al aire.
- Sí, ya lo sé, espera a ver si hay algo más. – Vuelvo a rebuscar dentro de la bolsa, pero mis manos no encuentran el fondo, así que me sumerjo en ella, introduzco la cabeza e instantáneamente siento el olor de algo mucho más dulce y sutil, alargo los brazos hasta el punto en que empiezan a dolerme y mis huesos restallan y, justo en el momento en el que creía que los brazos se iban a separar de mi cuerpo, consigo agarrar la fuente de dicho olor. Una redondez perfecta, suave y delicada, además a la temperatura justa. A Max le va a encantar.
Cuando consigo salir de la bolsa, encuentro a un Max intranquilo, no para de saltar y de moverse de aquí para allá.
- ¡Max, ven aquí! – Se detiene de golpe, me mira. Dos ascuas apuntando directamente a lo que llevo en brazos. Dejo el bulto en el suelo y me doy la vuelta, prefiero no mirar, ya es demasiado tétrico escuchar el ruido que Max hace.
Agarro la pala que llevo colgada a la espalda y comienzo a cavar entre sonidos de roturas de cartílagos, vísceras chorreando y Max masticando.
Cada palada que doy es como una catarsis, una liberación, una expulsión de mis demonios interiores. Exhalo mis miedos y tus miedos, los de todos. Exhalo la perdida y la confusión. Exhalo todas las noches como ésta. Y no me importa dónde terminaré, sólo me importa saber que volveré cada día al lugar en el cual mi pesadilla comenzó, el lugar en el que me equivoqué.
Max ha terminado, lo sé porque su cabeza asoma sobre el hueco que estoy cavando y me ladra.
- Ya voy, ya voy, espera un momento. – Agarro como puedo el borde del hoyo y haciendo un esfuerzo titánico consigo alzar mi cuerpo y subir.
Max ya no está, se ha ido. Como siempre me toca a mí acabar el trabajo. Hecho la bolsa y los restos dentro del agujero y comienzo a taparlo, el cansancio hace mella en mí, me pesan los brazos, me queman los ojos y me duele la espalda, pero por fin he terminado. Ya es hora de volver.
Y nada es como solía ser, porque ya he llegado a la puerta de casa. Infinitud tras de mí. Oigo ladrar a Max, siempre se despide igual con un “Hasta mañana”.
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