domingo, 30 de marzo de 2008

La creación.

Delante de mí, la hoja de papel, blanca y virgen. Pozos profundos de inocencia perdida. Giros y más giros en busca de aquel paraíso rebosante de creatividad. Dos entidades absolutas, contrapuestas. La voluntad del sujeto y la fría barrera de la realidad. El deseo y el miedo.
Por encima del papel, la pluma, con su garra, preparada para manchar la blanquecina osadía de la nada, permanece inmóvil, expectante al deslumbramiento ideal del acto creativo. Pero no se mueve y así lleva toda la tarde. Ansiosa y desesperada por poder brindar a su público una estocada letal.
Alrededor de la pluma, la mano, sudorosa, rígida y vibrante. Repleta de sangre, músculos y huesos. El peso de la pluma la entumece, pero no llegará a soltarla nunca, eso sería renunciar. El corazón sostiene todo el peso, es la base, es lo imprescindible. Sin corazón no habría creación. El índice y el pulgar dirigen la pluma hacía los rincones deseados ejerciendo la presión justa en el lugar indicado. Sin índice y pulgar no habría inspiración.
Más allá de la mano, el brazo, prolongación del uno, nexo de unión. Suspendido en el aire espera una señal, una simple descarga eléctrica, para ponerse a trabajar.
Dominando el brazo, la cabeza. Ojos, boca, nariz y orejas. Y cerebro. Densa balsa de pensamientos perdidos, encontrados y vueltos a perder. Sentimiento tras memoria tras sensación.
Todo ello puesto al servicio de la creación de una única palabra.

Y detrás de mí, el incierto. Y detrás de mí, el olvido. Porque incierto es el olvido. Y olvido es el mundo.

martes, 18 de marzo de 2008

¿Y por qué?

Y estas serán mis últimas palabras. Sucias. Exhaladas con el suspiro perdido de aquellas personas abocadas al abismo del olvido. Palabras voluptuosas que tras sibilar entre mis dientes, se escapan y surcan el aire impoluto de mi habitación a oscuras.

Porque allá fuera, la oscuridad, ansiada por cada partícula de mi cuerpo. Deseo que todas esas promesas de días venideros se hagan realidad cuando más lo necesito, en este preciso momento. No mañana, ni dentro de un año. Ahora mismo. Porque mi alma, amortajada en su pena, acomodada en el ataúd de la desesperación y frustrada por todo aquello que la rodea, grita con mefistofélico silencio: ¡Libertad! ¡Abandono! ¡Felicidad! ¡Desesperación!

Y esas palabras chocan contra las paredes de mi cuerpo provocando hondas heridas, heridas que no se pueden curar en el día a día, ese tipo de heridas que te persiguen durante toda tu vida, que surgen en el momento menos pensado, te invaden y se apoderan de ti, resquebrajando tu voluntad, fragmentando todas y cada una de tus ilusiones y dejándote inválido incluso para levantar un dedo en señal de protesta.

Porque todo lo que ansío ya no existe, porque todo lo que espero ya pasó. Porque mi tormento es un pasado, un ayer, una historia común ajada por el egoísmo y el amor. Un sueño olvidado entre promesas de libidinosa voluptuosidad. Unos recuerdos que se extravían entre las nubes del amor.

Y me pierdo entre el sentido y el significado. El hombre es demasiado complejo para que el lenguaje pueda describirlo. El sentido no limita nada. Todo es significado.

Porque me rendiré. Dejaré que todo esto siga siendo como es. Porque ¿qué puedo hacer yo? Intenté olvidar todo lo que fue, pero no fui capaz. Aún espero una señal, una mirada. Aún espero esa palabra. Pero a cada segundo que pasa estoy más convencido que no llegará.

Y son todo palabras. Fáciles de pronunciar, difíciles de sentir. Cuando uno se siente golpeado por el significado de una palabra, justo cuando eso sucede, su lengua se olvida de cómo se pronuncia.

Porque la ventana está abierta y la suave brisa de la noche me susurra palabras conmovedoras.

Y es difícil articular los sentimientos y exhibirlos. A todos nos duelen, pero ninguno de nosotros lo refleja. Podemos ver a una persona llorar, pero cuando alguien nos abre su mundo y nos lo significa con palabras, nos sentimos incómodos. No somos capaces de soportar todo ese caudal de sensaciones.

Porque es la solución más fácil.

Y no puedo volver a empezar. Porque ya estoy de pie. Y camino hacia la ventana. Porque ya apoyo el pie sobre el alféizar. Y me alzo lentamente sobre él. Porque no veo nada. Y no siento miedo. Porque todo se ha acabado. Y…salto.

jueves, 6 de marzo de 2008

Oscuridad

Las piedras se clavan a través de la fina suela de mis zapatos. Piedrecitas pequeñas, afiladas como cuchillas, traicioneras. La noche ya se ha cerrado. Fría, violenta y dura, ella.
Miro hacia el este, cuatro pesarosas luces se me muestran envueltas en toda su languidez, es lo único que queda allá, a lo lejos, en la ciudad. Ahí abajo nada hay con vida, todo lo que aun se muestra no es más que puro reflejo de una vida pasada, de un día extinguido y de unas pasiones sofocadas.
Aquí, en cambio, todo no ha hecho más que empezar. El viento arrecia y me habla a través de muros de mármol y cobre. El silencio muere al sumergirse en pequeñas ondas sonoras, resquebrajadas y quejumbrosas. Incluso mis pasos, otrora inaudibles incluso para los más aptos, resuenan en lo más profundo de mí ser.
Siento dos jadeos, el más débil de ellos, el mío, ligero, despreocupado y monótono, el segundo, más pesado y profundo, cómo esa especie de suspiros que te son arrancados desde los deseos más íntimos y cavernosos, este segundo proviene de mi compañero y único amigo, Max, un pastor alemán de buen porte, trabajador, diligente y muy pensativo. Uno al lado del otro, caminamos. Uno al lado del otro, dos sombras en un mundo sin luz. Uno al lado del otro, guiados por la quintaesencia del deber.

Me pregunto cuánto tiempo llevamos haciendo exactamente lo mismo todas las noches, pero no sé responder a la pregunta, demasiado tiempo para recordarlo, demasiados días como para registrarlos todos.
Max se aparta de mí. Ha olido algo. Enciendo mi pequeña linterna y todo mi mundo se muestra en toda su macabra idealidad, pero no hay tiempo para pararse a contemplar, todavía queda mucho que hacer. Llego hasta donde se encuentra Max, él se gira, me mira y ladra.
- Vale, vale…ahora mismo la apago. – A Max no le gusta la luz de mi linterna, a Max no le gusta ninguna luz, será por eso por lo que sólo aparece de noche.
Apago la linterna y por unos instantes me hundo en una oscuridad más profunda que la de la noche, poco a poco mis ojos se adaptan a la falta de luz y consigo a duras penas diferenciar un bulto al lado de Max. Es hora de ponerse a trabajar. Deslizo las manos a través del bulto, por el tacto parece ser una bolsa de plástico, y encuentro un nudo mal hecho, lo deshago e introduzco mis dos manos dentro de la bolsa. Mis dedos desgarran el vacío de la bolsa y se topan con una superficie gelatinosa, está demasiado caliente, a Max no le va a gustar, aun y así lo saco de la bolsa y se lo ofrezco, Max responde abriendo la boca y lanzando un bufido al aire.
- Sí, ya lo sé, espera a ver si hay algo más. – Vuelvo a rebuscar dentro de la bolsa, pero mis manos no encuentran el fondo, así que me sumerjo en ella, introduzco la cabeza e instantáneamente siento el olor de algo mucho más dulce y sutil, alargo los brazos hasta el punto en que empiezan a dolerme y mis huesos restallan y, justo en el momento en el que creía que los brazos se iban a separar de mi cuerpo, consigo agarrar la fuente de dicho olor. Una redondez perfecta, suave y delicada, además a la temperatura justa. A Max le va a encantar.
Cuando consigo salir de la bolsa, encuentro a un Max intranquilo, no para de saltar y de moverse de aquí para allá.
- ¡Max, ven aquí! – Se detiene de golpe, me mira. Dos ascuas apuntando directamente a lo que llevo en brazos. Dejo el bulto en el suelo y me doy la vuelta, prefiero no mirar, ya es demasiado tétrico escuchar el ruido que Max hace.

Agarro la pala que llevo colgada a la espalda y comienzo a cavar entre sonidos de roturas de cartílagos, vísceras chorreando y Max masticando.
Cada palada que doy es como una catarsis, una liberación, una expulsión de mis demonios interiores. Exhalo mis miedos y tus miedos, los de todos. Exhalo la perdida y la confusión. Exhalo todas las noches como ésta. Y no me importa dónde terminaré, sólo me importa saber que volveré cada día al lugar en el cual mi pesadilla comenzó, el lugar en el que me equivoqué.
Max ha terminado, lo sé porque su cabeza asoma sobre el hueco que estoy cavando y me ladra.
- Ya voy, ya voy, espera un momento. – Agarro como puedo el borde del hoyo y haciendo un esfuerzo titánico consigo alzar mi cuerpo y subir.
Max ya no está, se ha ido. Como siempre me toca a mí acabar el trabajo. Hecho la bolsa y los restos dentro del agujero y comienzo a taparlo, el cansancio hace mella en mí, me pesan los brazos, me queman los ojos y me duele la espalda, pero por fin he terminado. Ya es hora de volver.

Las piedras ya no se clavan en la suela de mis zapatos. Ahora no son tan afiladas, ni traicioneras. Tampoco la noche es tan cerrada, ni fría, ni violenta, ni dura.
Y nada es como solía ser, porque ya he llegado a la puerta de casa. Infinitud tras de mí. Oigo ladrar a Max, siempre se despide igual con un “Hasta mañana”.