Tumbado. Me despierto. Todo es oscuridad aquí dentro. Oscuridad y olor a rancio. No hay ni un solo sonido en todo mi mundo, el silencio se hace tan perceptible que, incluso, duele no llegar a oír nada, porque ese ligero zumbido dentro de mis oídos, zumbido que sin duda es el silencio, taladra y golpea (siempre por ese orden) sin compasión; primero taladra y luego golpea.
De pie. Piso algo blando y esponjoso, no es la alfombra, no, es algo circular, que al sentir el contacto con mi pie, se tensa y sale disparado hacía no sé dónde. Subo la persiana para dejar entrar el día en mi habitación, para dejar entrar la luz y la sombra, para dejar entrar los sonidos de la calle, en fin, para dejar entrar la vida. Dulce domingo verde y azul tras la ventana. La luz del sol me asalta y me asesta un golpe con su anaranjado mazo, violentamente se contrae mi pupila y una pequeña vibración brota sobre mi ceja derecha, lentamente la vibración se va extendiendo por todo el lado derecho de mi rostro, no es dolorosa, pero si muy molesta. A la vez la vista del ojo derecho se me nubla. No, nublar no es la palabra correcta. La sensación que tengo es como si un telón, blanco y viscoso, fuera cayendo sobre mi ojo. Pero, no es nada físico, nada que se pueda quitar limpiando concienzudamente el ojo, no sé cómo, pero sé que el telón se encuentra dentro de mi ojo y que, haga lo que haga, no lo haré desaparecer hasta que él quiera hacerlo.
Tumbado. Cierro los ojos con todas mis fuerzas. La vibración ya ha desaparecido, pero el telón sigue ahí, entre mi ojo y la realidad. Ante mí el mundo se resquebraja en dos. La parte visible y la oculta. Pero no sólo no consigo ver nada con el ojo derecho, sino que además he perdido la sensibilidad de toda la parte derecha de mi cuerpo. Mi oído derecho no oye como debiera. Mi mano derecha se ha convertido en un mero trozo de carne, se mueve sin precisión alguna. Siento como abandono toda esa porción de carne, para refugiarme, hecho un ovillo, en la parte que aun responde a mi voluntad. En ese momento empiezo a llorar al darme cuenta de todo lo que he perdido. Y lloran mis dos ojos; uno por todo lo que se le muestra y el otro por todo aquello que se le oculta detrás del velo y no consigue ver. Lloro desconsoladamente. Lloro como un cobarde. Lloro como un tonto. Lloro porque estoy seguro de que este será el último aviso.
Pero no lo es. El telón se desintegra como un trozo de tela roído por el polvo y el tiempo. Recupero lentamente mi campo de visión, una sombra susurrada por aquí y el vuelo de un pájaro escondido por allá. Me rio, frenéticamente, de mí. Por cobarde. Por tonto. Porque el telón ha desaparecido una vez más. Porque, al fin y al cabo, vuelve a ser un dulce domingo verde y azul tras la ventana.
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