lunes, 28 de abril de 2008

Despertar

Es de noche. Ya no hay luz tras la ventana. A estas horas debe estar durmiendo. Es mi momento. Asciendo. Por suerte se ha dejado la ventana abierta. Me alzo sobre el alféizar y dejo caer delicadamente el maletín, posteriormente introduzco la pierna derecha. El suelo está enmoquetado. Mejor así. Con todo el cuerpo ya dentro de la habitación, observo. Estoy en un salón pequeño y bastante desordenado. En la mesa, los restos de la cena desprenden un repugnante olor a ajo. No es demasiado ordenado ni limpio, la verdad.
Atravieso el pasillo con el maletín en mi mano derecha. Sé donde debo ir, no quiero retrasarme mucho, tengo demasiado trabajo que hacer esta noche. Abro la puerta de roble que da a la habitación donde él se encuentra. Está durmiendo. Duerme tranquila y pesadamente. Su respiración es como el bufido de un toro. Me giro, cierro la puerta, un leve chasquido, ¡alerta!…pero nada, no se ha despertado. Abro el maletín y saco unas correas. Lo observo de nuevo, es tan…tan…asqueroso, tan repugnante. Duele demasiado verle así; tranquilo, inocente. Pero…no…no debo pensar, no debo odiarle, no estoy aquí para eso, no, al menos, no hoy.
Cierro los ojos, si sigo observando ese rostro en calma un segundo más estoy seguro de que acabaré matándolo sin pensarlo dos veces. Un disparo en la cabeza, y ya está todo hecho, pero no puedo hacerlo, no es así como funciona. El dolor, con la muerte tan cercana, no significa nada. Y yo estoy aquí para entregar mi mensaje. Yo estoy aquí para hacerles recapacitar. No puedo matarlos a todos. Aunque es lo que más deseo en este mundo.
Me vuelvo, de nuevo, hacia el maletín y extraigo un cedé. Me dirijo hacia el equipo de música, sabía que había uno, siempre lo hay. Nadie puede vivir sin música. Introduzco el cedé y pulso el botón de reproducción. Una melodía procedente de más allá del arcoíris inunda la habitación. En ese preciso momento él abre los ojos. Yo tensó las correas que envuelven la cama y así evito que se mueva.
- Hola. – Le digo. Él me mira, pero no me ve. Entiendo. No hay suficiente luz. No es necesario que ignore quien soy, voy a permitirle verme el rostro.
- ¿Quién coño eres? ¿Qué haces aquí?
- Tranquilo, todo a su debido tiempo. – Busco el interruptor, lo encuentro y lo enciendo. Ya hay luz. Más allá del mundo. Aquí mismo.- ¿Me ves?
- Claro que te veo, joder. ¡Vete de aquí ahora mismo, pedazo de cabrón!
- No. Ahora que me has visto, mírame bien, estudia mi rostro. Te voy a dar el primer consejo de la noche; Procura recordar mi cara el resto de tu vida. – Me acerco a él.- ¿No tienes calor?
- No, joder. Claro que no tengo calor.
- ¿Te molesta que habrá esta ventana? – No espero a que responda, la abro. Cojo una silla y me siento a su lado. Lo miro. Me mira. Sus ojos no expresan nada, el miedo que se esconde tras sus palabras aún no ha llegado a su mirada. Esto no puede ser. Me va a costar más de lo que pensaba.


Un golpe. Dos golpes. Tres golpes. Mis nudillos golpean incesantemente contra la carne y los huesos de su rostro. El sudor se mezcla con la sangre. Su sudor y mi sangre. Mi sangre y su sudor. Es un placer verle sufrir así. Es un placer ver como su cuerpo se contrae tras ser golpeado. Pero lo que realmente es un verdadero placer es observar como el sentimiento de miedo se va apoderando de todo su ser.
- ¡No tienes derecho! – dice.
- ¿Cómo?
- He dicho que no tienes derecho.
- ¿A qué?
- A hacerlo.
- No he hecho nada, ni siquiera he empezado a hacerte nada. – Mis palabras, más que mis actos, comienzan a mellar su resistencia. Miedo, terror y pavor. Sus ojos petrificados enrojecen, deben de escocerle. Empieza a llorar. Ahora la sangre desciende por su cara mezclada solamente con su sudor y sus lágrimas. Dulce sufrimiento. Terrible agonía la de la conciencia abocada a la ignorancia y a la fe. Despierta.
- ¿Por qué me haces esto?
- ¿Hacerte el qué?
- Hacerme daño, sufrir… ¿por qué quieres verme sufriendo?
- Yo no quiero nada. Eres tú mismo el que quiere verse sufriendo.
- ¿Yo?
- Si, eso es lo que he dicho, tú.
- No lo entiendo.
- Ya sé que no lo entiendes. Por eso estoy aquí. – A estas alturas la canción ya ha terminado, pero vuelve a surgir del silencio, tal como lo hace el arcoíris en el cielo. Abro el maletín y extraigo un martillo. Le cojo el dedo pulgar…
- No, no lo hagas, por favor. –Sus palabras se pierden entre gritos y maldiciones. – No tienes porque hacerlo.
- Si tengo un porqué. Por supuesto que lo tengo. - Se retuerce, su mano se me escapa.- Estate quieto o será peor.
- ¡No no no no no! ¡Por favor! – Intento cogerle la mano de nuevo, pero se me vuelve a escapar.
- Te he dicho que te estuvieses quieto. – Descargo todo el peso de mi cuerpo sobre el martillo que, a su vez, golpea con fuerza su rodilla. Ahora sí que se retuerce de verdad, ahora sí que grita como un hombre. Por fin. Las correas que le sujetan, desgraciadamente son bastante gruesas, es muy difícil que se libere. Debo seguir trabajando. – Espero que aprendas a hacerme caso. No estoy jugando.
- ¡Ahhhh! ¡Dios, ayúdame!
- ¿Quieres realmente que Dios te ayude? – No me mira. El dolor le ensordece, ahora mismo su conciencia está totalmente replegada sobre su cuerpo. Para él, ahora mismo, no existe el mundo. Sólo él. Sólo su rodilla. Sólo su dolor. Un dolor que lo envuelve todo, que se expande y se contrae diez mil veces por segundo. Un dolor que asfixia. No es lo que eres, es lo que sientes. Es sólo un juego de palabras ¿o no? - ¿Por qué crees que tu Dios tiene interés en ayudarte? ¿No parece bastante evidente que te ha abandonado? ¿No tienes la sensación de que has sido engañado?
- ¡Él existe! ¡Él existe y es bueno! ¡Nos quiere! – En sus ojos ha desaparecido el miedo, solo hay pasión. Ciega pasión. Alocada pasión. Está tan metido en el pozo que no consigue entender mis actos.
- ¿Sabes lo que realmente existe? – Le pregunto.
- ¿El qué?
- Esto… - Le cojo rápidamente el brazo y se lo parto en dos. El chasquido de sus huesos al romperse recorre mi etéreo cuerpo como una descarga nerviosa. No puedo evitar excitarme. No tendría que haber llegado a esto, pero lo deseaba.
- ¡Ahhhhhhh!
- ¿Lo ves ahora? ¿Lo sientes? – No me responde. Es buena señal.
- ¿Qué cojones es lo que tengo que ver? Me acabas de romper el brazo.- Ya no me mira a los ojos. Cobarde. – Déjame. Por favor, vete. No me hagas nada más.
- ¿Lo sientes o no?
- ¿El qué? No te entiendo, no quiero entenderte. No quiero sentir nada, solo quiero que desaparezcas. ¡Vete! Por…
- No vuelvas a suplicarme. Ese es el consejo número dos. No supliques, no te arrastres.
- Vale, de acuerdo. Haré lo que me dices. Todo lo que quieras.
- Esto no funciona así. Yo no decido. Yo no mando.
- ¿Y cómo funciona?
- Parece que no quieres entenderme. Te lo llevo explicando desde el principio. Esto funciona así. – Meto la mano en el maletín y extraigo unas tijeras enormes.
- ¿Qué vas a hacer con eso? ¡Déjalo! ¡Por favor!
- Veo que sigues sin enterarte de nada. No debes volver a suplicar a nadie. Pero, por encima de todo, no debes volver a suplicarme a mí. Eso me enfurece.- Le corto un dedo del pie, no sé cual, no me he fijado. Me sorprende que haya sido tan fácil. Grita y sangra. La sangre mana a chorro del lugar en el que antes tenía un dedo. Espero sentado a que se calme un poco, no puedo dejar que se desmaye. – Has estado toda tu vida con los ojos cerrados. Yo sólo intento hacer que reacciones. Es mi obligación.
- Explícamelo, pero no me hagas nada. No me hagas más daño, por favor.
- Se me está acabando la paciencia contigo. Pero lo intentaré de nuevo. Trataré de explicarlo dora vez. Pero para esto no sirven las palabras. Las palabras no sirven para nada realmente importante. Las cosas importantes van más allá de todo lenguaje. Más allá de todo sentido.- Pienso en tantas cosas que pierdo, momentáneamente, el hilo de mi trabajo. Yo también tengo mis recuerdos. Yo también he tenido parte de culpa.- Atento. – Sacó del maletín un cuchillo muy afilado.
- ¡No eso no! ¡Más no! – Le golpeo en la boca y le parto el labio.
- Calla y siente. No lo voy a repetir de nuevo. – Con un rápido movimiento de muñeca le rajo la oreja. Me quedo con una porción de ella en la mano; está fría y palpitante. Liberada. Ha sido un corte limpio, sangra mucho menos de lo que esperaba. – ¿Lo notas? Lo tienes tan cerca de ti, que es imposible no hacerlo. – Cuanto más dolor le infrinjo más difícil es transmitir mi mensaje, más se acerca a la inconsciencia y a la muerte.
- ¿Por qué lo haces? – Llora como un cobarde. Es un cobarde. Un cobarde sordo y ciego.- Yo no te conozco, yo no te he hecho nada. Soy inocente.
- ¿Inocente, tú? No me hagas reír, por favor. Nadie es inocente. Todos sois culpables. Culpables de vuestro dolor, de vuestra mezquindad. Culpables de vuestra mediocridad. Escucha bien lo que te digo. Aunque ya nada importa para ti -Me levanto de la silla. La ira me invade. Debo sosegarme.- Sino fueras tan culpable y tan débil, yo no estaría aquí. No eres ni siquiera consciente de todo el mal que te has hecho. Has decidido creer, ser como los demás. Uno más. Uno menos ¿qué más da, no? Nadie va a notar la diferencia. Pues te has equivocado. Todos os habéis equivocado. Claro que no da igual, claro que se nota la diferencia. Todo es importante. Yo sólo soy un mensajero, un mensajero que ha hecho todo lo que ha podido.
- ¿Quién te ha mandado?
- ¿Realmente eres tan estúpido que no lo sabes aún? Tú. Tú me has mandado. He venido aquí por ti y por nadie más. Por ti. Por ti y tu cuerpo. Por tu cuerpo.
- Pero…
- Calla. No quiero volver a oírte. No lo mereces. No eres capaz de sentir como tu propio cuerpo te habla. Él te suplica constantemente que le presets atención, pero tu lo has abandonado. Lo has abandonado todo. Tienes el brazo destrozado, una oreja amputada… ¿y aún quieres protestar? ¿Aún quieres seguir sintiéndote como una víctima?
- Por favor…
- No, ya no.


Salgo por la ventana. Lo he limpiado todo. Todo excepto una mancha en forma de mariposa estampada contra la pared. Son sus sesos. Desparramados, violados. He tenido que hacerlo, no podía más, no aguantaba una palabra más. Este es un trabajo muy duro, demasiado. Un día de estos, el que acabará con los sesos desparramados sobre una pared, formando una mancha en forma de mariposa, seré yo.
Lamentablemente él tenía parte de razón; Dios existe ¡y tanto que existe! ¡Por desgracia! Pero no nos quiere. Se ha olvidado de nosotros.
Observo la lista. El siguiente nombre es el de una mujer. Con las mujeres es mucho más difícil. Hoy no voy a ser capaz. Ya ha sido lo suficientemente duro. Lo dejo todo. Me dejo a mí mismo. Al muerto y al asesino. A la siguiente paciente o a la próxima víctima. Al vengador y al vengado. Los abandono a todos y me marcho. Me marcho más allá del arco iris.

domingo, 13 de abril de 2008

Dulce domingo verde y azul

Tumbado. Me despierto. Todo es oscuridad aquí dentro. Oscuridad y olor a rancio. No hay ni un solo sonido en todo mi mundo, el silencio se hace tan perceptible que, incluso, duele no llegar a oír nada, porque ese ligero zumbido dentro de mis oídos, zumbido que sin duda es el silencio, taladra y golpea (siempre por ese orden) sin compasión; primero taladra y luego golpea.

De pie. Piso algo blando y esponjoso, no es la alfombra, no, es algo circular, que al sentir el contacto con mi pie, se tensa y sale disparado hacía no sé dónde. Subo la persiana para dejar entrar el día en mi habitación, para dejar entrar la luz y la sombra, para dejar entrar los sonidos de la calle, en fin, para dejar entrar la vida. Dulce domingo verde y azul tras la ventana. La luz del sol me asalta y me asesta un golpe con su anaranjado mazo, violentamente se contrae mi pupila y una pequeña vibración brota sobre mi ceja derecha, lentamente la vibración se va extendiendo por todo el lado derecho de mi rostro, no es dolorosa, pero si muy molesta. A la vez la vista del ojo derecho se me nubla. No, nublar no es la palabra correcta. La sensación que tengo es como si un telón, blanco y viscoso, fuera cayendo sobre mi ojo. Pero, no es nada físico, nada que se pueda quitar limpiando concienzudamente el ojo, no sé cómo, pero sé que el telón se encuentra dentro de mi ojo y que, haga lo que haga, no lo haré desaparecer hasta que él quiera hacerlo.

Tumbado. Cierro los ojos con todas mis fuerzas. La vibración ya ha desaparecido, pero el telón sigue ahí, entre mi ojo y la realidad. Ante mí el mundo se resquebraja en dos. La parte visible y la oculta. Pero no sólo no consigo ver nada con el ojo derecho, sino que además he perdido la sensibilidad de toda la parte derecha de mi cuerpo. Mi oído derecho no oye como debiera. Mi mano derecha se ha convertido en un mero trozo de carne, se mueve sin precisión alguna. Siento como abandono toda esa porción de carne, para refugiarme, hecho un ovillo, en la parte que aun responde a mi voluntad. En ese momento empiezo a llorar al darme cuenta de todo lo que he perdido. Y lloran mis dos ojos; uno por todo lo que se le muestra y el otro por todo aquello que se le oculta detrás del velo y no consigue ver. Lloro desconsoladamente. Lloro como un cobarde. Lloro como un tonto. Lloro porque estoy seguro de que este será el último aviso.

Pero no lo es. El telón se desintegra como un trozo de tela roído por el polvo y el tiempo. Recupero lentamente mi campo de visión, una sombra susurrada por aquí y el vuelo de un pájaro escondido por allá. Me rio, frenéticamente, de mí. Por cobarde. Por tonto. Porque el telón ha desaparecido una vez más. Porque, al fin y al cabo, vuelve a ser un dulce domingo verde y azul tras la ventana.